Educarse en el residencial en tiempos de pandemia
Por: José Manuel Encarnación Martínez | Centro de Periodismo Investigativo
“A tu escuela llegué sin entender por qué llegaba…” – Rubén Blades
Ella sería la primera en su familia en terminar el cuarto año de escuela superior. Pero al menos este año, esa ilusión está en veremos. En octubre se recibió una carta de la escuela a través de correo electrónico, donde se le notificó a sus padres que la joven de 17 años tenía F en sus seis clases. De no haber “cambios drásticos” en su desempeño o aprovechamiento académico en este segundo semestre, la estudiante sería “candidata a repetir el grado el próximo año”, lee el documento.
Ella quiere ser paramédico. Nunca había fracasado en una materia. Tras recibir la carta, borró de su celular las aplicaciones que utilizaba para estudiar a distancia y le comunicó a sus padres que no estudiaría más, pues “no sabía qué hacer para no ser vista como una irresponsable”. Ese calificativo, recuerda, lo escuchó en múltiples ocasiones de la boca de algunos educadores, cuando el Internet de su teléfono la traicionaba constantemente y no le reconocían trabajos enviados fuera del periodo lectivo.
“Me podía matar haciendo trabajos por horas y cuando los entregaba tenía cero, porque estuve ausente. Llamaron a mami y le dijeron que no había más remedio, que voy a tener que repetir el grado”, dijo Karina, un nombre ficticio que protege su identidad real.
La adolescente habla con el ceño fruncido. Vive junto a sus padres y otros tres hermanos en el Residencial Sierra Linda, en Bayamón. Nunca recibió la computadora que prometió el Departamento de Educación (DE). La herramienta de trabajo durante los meses que estuvo activa el semestre pasado fue un celular. Cuando su madre activó el servicio de Internet en el hogar, con el subsidio que anunció en octubre la exgobernadora Wanda Vázquez, “ya era demasiado tarde”, explicó Karina al Centro de Periodismo Investigativo (CPI). “Tengo que repetir el grado, porque dos de las clases eran de medio crédito”, señala. “Esas clases de medio crédito no se pueden reponer en el segundo semestre”.
Conseguir conexión a internet fue un dolor de cabeza. Esa fue la génesis de una decisión que cayó como balde de agua fría en medio de tanta lucha familiar. “Nunca tenía señal [en el celular] y algunos maestros no entendieron eso”, sostiene mirando a sus hermanos y a su mamá, que tiene mucho que decir, aunque todavía se traga las palabras, porque prefiere escuchar a su hija.
Karina recalca que no podía entregar gran parte de sus trabajos, pues no se conectaba frecuentemente a las clases. También dice que se le quitaban puntos por no entregar a tiempo. Para ella eso es absurdo, porque “en el caserío uno se movía por todos lados [a buscar una conexión], pero con esto del COVID-19 las cosas están difíciles”.
Es la mayor de los cuatro hermanos. Su mamá es empleada en un centro de envejecientes, donde trabaja a tiempo completo. En marzo, su papá dejó de trabajar para asumir tareas en el hogar.
Según datos que ofreció la Administración de Vivienda Pública al CPI, el ingreso promedio anual de las familias de residenciales públicos en Puerto Rico no supera los 7,400 dólares. Para las familias de residenciales públicos con menores de 18 años, ese promedio anual baja a 5,245 dólares.
Karina repite. “Yo siempre he querido graduarme de cuarto año, pero se me van las ganas. Nunca me había colgado ni había tenido malas notas. Seis F, en todas las clases”.
Antes de escuchar lo que tiene que decir su mamá, aprovecha para revivir una de las memorias del pasado semestre que más la tocó y que todavía hoy le pone a “patinar la mente”.
“En una ocasión una amiga me reenvió un trabajo. Me pasó el link, porque se me caía la aplicación [en el teléfono]. A veces los emails no llegaban, se vuelve loco el teléfono y se cierra la aplicación. Y la maestra le dijo que no me podía mandar el trabajo porque no estaba en la clase. Dijo que ningún estudiante podía pasar las tareas”. Se sincera. “Hubo una reunión de todos los maestros y ella negó [que había pedido que no compartieran las tareas], a pesar de que tengo la grabación de ella. Yo sé que eso de tener una grabación [sin consentimiento] está mal, pero es mi evidencia de que yo hacía el trabajo y comoquiera me ponían cero o no lo aceptaban por no conectarme”.
El pasado año académico (2019-2020) el 77 por ciento de la matrícula del DE vivía con desventaja económica, según datos de la agencia. Para ese año, la tasa de asistencia general entre los estudiantes del sistema público fue un 93.47 por ciento. De acuerdo con los datos del DE, ese número no cambió desde la perspectiva de los estudiantes con desventaja económica, cuya tasa de asistencia fue un 93.35 por ciento.
El CPI solicitó al DE los informes desglosados de asistencia y aprovechamiento para conocer cuántos estudiantes registraron un bajo desempeño académico hasta diciembre del 2020, pero la agencia no entregó los datos.
Pesa la carga emocional
La mamá de Karina se llama Astrid Salgado Olivieri y quiere que le vean la cara, que la escuchen con atención. “Los otros tres nenes también van mal”, despepita con coraje la madre. “Si ellos no entienden las tareas, yo entiendo menos, porque no sé manejar la tecnología”.
La progenitora puntualiza que el proceso educativo virtual no funciona. “Tanto al maestro como al estudiante los afecta emocionalmente”, dice. “Les pone la mente a patinar. Los maestros que no sabían nada de tecnología tuvieron que coger clases, actualizarse y meterse ahí. Entonces, son muchos estudiantes, que están, pero no están. Yo estoy consciente de que el maestro puede estar ahí [frente a la computadora] hablando contigo, aparecen todos los estudiantes en la pantalla, pero en realidad no están conectados. Eso afecta emocionalmente”, reflexiona la madre.
Uno de sus hijos está en el programa de Educación Especial, con problemas específicos en aprendizaje. Al momento de ser evaluado durante la pandemia, su hijo es medido con la misma vara que los estudiantes de corriente regular, “pasando por alto sus necesidades”.
“A mí no me llaman para darle seguimiento a mi hijo, ni para preguntar si va bien. Para lo que me llaman es para decirme ‘mamá, si no hace las tareas, se va a colgar’. Y yo como que, no hay manera [de que haga las tareas], porque no lee. Son entre 10 y 15 tareas diarias para la mente de ese muchacho y de su papá también. Es un trauma. La chiquita siempre ha tenido notas excelentes, y [ahora] tiene F”, subraya.
La mamá destaca el impacto emocional de la falta de distracciones. Denuncia el trabajo excesivo que al final “no sirve para nada, porque no aprenden”.
“La mayor tiene 107 asignaciones sin hacer desde agosto”. Suelta una carcajada. “No hay fin de semana, no hay diversión. Pues, [los muchachos] cierran todo [las aplicaciones] y se van [del apartamento a caminar por el residencial]. Si en un salón se portan mal, imagínate detrás de una computadora o una tableta. Esto es una cosa que no deja pensar a uno, que afecta por todos lados. No hay vida”.
La madre entiende que ya es momento de que se reanuden las clases presenciales por el bien de todos. Pero no confía en las autoridades y su planificación.
“¿Y cuando todos esos estudiantes se encuentren? Sería bueno, porque la escuela es su lugar. Ahí aprenden más que virtualmente. Pero lo negativo es que como están trabajando las cosas [en el Gobierno] van a haber más contagios”.
Antes de concluir, asegura que su hija mayor va a terminar el grado, así sea buscándole alternativas debajo de las piedras o pagando un examen libre para completar el cuarto año. “Porque es como yo les digo, tienen que ser mejores que yo. Y por eso los voy a ayudar. Tanto esfuerzo y que en menos de lo que se pela un huevo digan que no pasa por no conectarse en las clases regularmente. Si [el Departamento de] Educación hubiera dado las ayudas en agosto, en vez de darlas casi en diciembre, no hubieran fracasos como el de mi hija. Esto enferma”.
Astrid no se equivoca. Un estudio publicado en la revista JAMA Network, de la Asociación Médica Estadounidense, expuso que la prevalencia de síntomas de depresión es más de tres veces mayor durante la pandemia de COVID-19 que antes. Tener ingresos bajos, pocos ahorros y estar expuesto a factores estresantes se asociaron con un mayor riesgo de síntomas de depresión.
Urge la escuela abierta
En el Residencial Las Margaritas, en San Juan, Zoritza Garrido Meléndez dice que si las clases presenciales no se reanudan antes de marzo, como ha dicho el gobernador Pedro Pierluisi, no sabe lo que será de su familia, pues necesita trabajar. Es madre soltera de cinco, y dos son estudiantes con condiciones mentales. No recibe ayuda económica del padre de sus hijos. El dinero que recibe es producto de la asistencia económica del Gobierno y se apoya en las donaciones del tercer sector para llenar la nevera.
“Es horrible”, exclama cuando se le pregunta por su rutina diaria. “Literalmente no tengo vida. Mi rol de mamá me toma demasiadas horas del día. Mamá tiene que limpiar, mamá tiene que atenderlos, mamá tiene que ayudar en las tareas, mamá tiene que evitar las peleas, mamá tiene que hacer comida…”. Suspira.
Ella quiere que se concentren esfuerzos en habilitar las escuelas para que los estudiantes regresen al salón de clases y poder liberarse de la avalancha de tareas en la casa. Pero al igual que Astrid, no confía en las autoridades y la eficiencia de sus protocolos. “No estuvieron listos para las computadoras y los módulos, no creo que estén listos para esto”, sostiene.
Zoritza señala que el internet no funciona bien en el residencial. Es el mismo que el de Astrid, de la compañía Claro, pagado con el subsidio del Gobierno. Destaca la dificultad de lograr un balance entre los horarios de cada uno de sus hijos, pues tres de ellos están en nivel elemental y sus horarios varían. Ella sí recibió parte de los equipos electrónicos que prometió el DE.
Un pedido de reacción a Claro sobre las deficiencias de su servicio contratado por el Gobierno no fue atendido al cierre de esta edición.
“Todos los días ellos estudian y son horas diferentes. A veces hasta se me olvidan las horas de cada uno. Yo entiendo que es mi responsabilidad la educación de mis hijos, pero yo estoy ya en un momento económico en el que necesito trabajar. Nosotros prácticamente no salimos del apartamento”.
De acuerdo con Zoritza, sus hijos no han aprendido con la educación a distancia durante la pandemia.
“Una de las nenas estaba aprendiendo a leer y retrocedió. Yo no tengo el tiempo para sentarme tres horas con cada uno de los nenes. Se me iría el día entero. Es lo que le explico a los maestros: si me siento con la exigencia que requiere, se me mueren de hambre, porque ¿quién les va a cocinar? ¿Quién los atiende? Deberían analizar los casos por familia [antes de penalizarlos por no entregar las tareas]. Dan demasiadas tareas. Uno está hasta la noche”.
“Lo más que puedo hacer al momento es protegerlos, lavarles bien las manos y tenerlos en casa el mayor tiempo posible, pero sí les doy espacio a jugar, porque no son animales para tenerlos encerrados”.
Sobreviviendo en el residencial
En esta etapa los hijos de Zoritza dicen que tienen hambre todo el tiempo. “Aparte que la ansiedad lo que les provoca es comer. A veces salgo a buscarles comida en la escuela. A las cuatro de la tarde reparten comida en el Boys & Girls Club y recojo también”.
El Programa de Alimentos de Boys & Girls Club de Puerto Rico ha entregado más de 74,786 platos de comida caliente a participantes, sus familias y personas de la comunidad. El 62 por ciento de los miembros activos de la organización vive en residenciales y el 92 por ciento estudia en escuelas públicas.
Esa gestión comunitaria no se ha limitado a la repartición diaria de alimentos. Los centros también han servido como espacios para reforzar académicamente a sus integrantes. La coordinadora educativa del Boys & Girls Club de Las Margaritas, Widalys Ortiz Rodríguez, reconoce que la cantidad de tareas por cada estudiante “era enorme” el pasado semestre.
Ortiz Rodríguez está encargada de liderar la atención a sobre 200 menores de 18 años en el club de este residencial. Entiende que es un compromiso grande y retante, pues se identifica con muchas madres.
“Nuestra misión se enfocó en esa necesidad principal [ayudar con el manejo de las tareas de los estudiantes], además del alimento, que siempre ha sido prioridad en nuestra población. Dividimos las funciones del equipo para apoyar en las diferentes materias”, puntualizó.
El 43 por ciento de los participantes de Boys & Girls Club Puerto Rico son criados por madres jefas de familia.
Sherika Nisbett es estudiante universitaria y enfermera. Es madre de dos jóvenes de 13 y 14 años. Dice que “los nenes han estado casi todo el tiempo encerrados” en su apartamento, que también ubica en el Residencial Las Margaritas. “No salen casi ningún día”.
Es madre jefa de familia. También soltera. Explica que la vida les dio un giro de 180 grados con la pandemia. “He tenido que cambiar mi agenda constantemente”. Trabaja de día, dobla turnos para poder mantenerse a flote económicamente y no sabe cómo les va en las clases a sus hijos, pues “tienen que estudiar solos en la casa”.
“Cuando hago mi turno de dos a 10 de la noche, no me puedo acercar a ellos. Tengo que ir al laundry, bañarme y terminar tareas como a las 12 de la madrugada”.
En el trabajo de Sherika ya se han registrado casos positivos a COVID-19.
“Últimamente estoy haciendo turno de seis a dos de la tarde. Eso me complica las cosas porque los nenes se tienen que levantar a las cuatro de la mañana para que hagan sus clases. Aquí en el residencial hay muchas personas que no entienden o no quieren entender lo que está pasando. Hay muchos niños que ni siquiera saben de la pandemia. El vecinito una vez le preguntó a mi nene que por qué estaba usando mascarilla y lo saludó de lejos. Ese nene no tiene conocimiento de lo que está pasando ahora mismo. Muchas personas quieren ignorar esto”, enfatiza Sherika el sentido de responsabilidad que han desarrollado sus hijos.
Para el nuevo semestre, tienen dos computadoras, una de ella y otra que le entregó el DE. La hija mayor usó el celular el semestre pasado. Dijo que también ha tenido problemas con el internet de Claro que activó a través del subsidio gubernamental.
De acuerdo con Sherika, ya en esta etapa, para lograr un mejor equilibrio entre trabajo, la casa y la escuela, le gustaría que las clases fueran presenciales. Destacó que tiene que hacer “compritas pequeñas” semanalmente. “Ellos están en crecimiento y comen constantemente. A las cuatro de la tarde bajan al Boys & Girls Club a buscar comida”.
La urgencia de buscar cada día ese plato de alimento caliente tiene una razón de ser. “Un día normal esos nenes pasan las 24 horas en la casa. Yo paso casi 18 horas fuera. Doblo turno. A veces yo estoy ocho o seis horas en la casa”, subraya la madre.
El reto del magisterio
El pasado año académico, que concluyó el 5 de junio del 2020, el exsecretario de Educación, Eligio Hernández, anunció que todos los estudiantes del sistema público pasarían de grado en respuesta a los retos que presentaron los temblores de tierra y la pandemia. Ahora, esa decisión complica el escenario de cara a mayo, según lo ve una maestra de nivel intermedio, identificada para esta historia como Mrs. Rodríguez.
“Hay un aprovechamiento académico más bajo en comparación con el 2019”, aseguró, tras explicar que no debe hacerse una comparación con el semestre académico que terminó en mayo de 2020, “porque el Secretario [Eligio Hernández] prácticamente obligó a los maestros a que pasaran a la mayoría de los estudiantes”.. “No ha habido un ajuste [en la forma de evaluar a los estudiantes] y me parece que todavía no lo habrá”, observó.
La maestra de español asegura que en su escuela el plan de contactar estudiantes recayó mayormente en la consejera escolar y la trabajadora social. “Fueron hasta las casas”, dice. “Pero todavía tengo estudiantes que no sabemos de las familias ni de ellos”.
Mrs. Rodríguez indicó al CPI que la facultad ha hecho todo lo que el DE le indicó a los directores. Es decir, “que llamáramos por teléfono [a los padres], que llegáramos a las residencias, que nos comunicáramos a través de correo electrónico, pero todavía hay estudiantes que no aparecen”.
Ella atiende cinco grupos de entre 25 y 30 estudiantes. Al cerrar el pasado semestre escolar, 17 de sus alumnos terminaron con bajo aprovechamiento académico, con D o F a las 20 semanas.
“Tuve estudiantes trabajando en Teams, estudiantes trabajando en módulos por correo electrónico, estudiantes que recogieron módulos impresos con fechas acordadas para entrega en la escuela, estudiantes que me enviaban fotos de las tareas por Whatsapp. Ha tocado manejar a los estudiantes por diferentes medios”.
Añade que fueron muchos los estudiantes que no estaban familiarizados con las computadoras, otros que no sabían trabajar en Word o no manejaban Power Point ni las aplicaciones de videoconferencias. El DE todavía tiene el reto de lograr un balance en las evaluaciones de los estudiantes y al mismo tiempo ajustarse a las exigencias burocráticas del DE, con un sistema educativo que pueda apoyar a los que tienen menos recursos, en lugar de dejarlos a su suerte.
“Tenemos que buscar la manera de ayudar y ofrecer las alternativas al estudiante. En términos de decirnos lo que se podía y no se podía usar, eso quedaba a discreción de cada maestro. En nuestra escuela, hasta mayo, hay que dejar las puertas abiertas. Eso lo planificamos nosotros como facultad. Pero cada escuela tiene sus particularidades”, sentenció.
Si bien hay maestros dando la milla extra, la escuela no ha sido efectiva con los más vulnerables.